El muchacho llevaba diez minutos buscando su suéter verde. Era diecinueve de septiembre, ese día cambiarían las cosas para él. La mamá pronunció su nombre varias veces recordándole que era tarde. Chocolates Turín, también, le recordaban cada minuto de retraso. En el hombro enjuto de la mujer colgaba la pañalera, cargaba al bebé con el chal rojo mientras esperaba al muchacho en la puerta. Debajo del sillón: el suéter.
En cada paso el muchacho pedía disculpas a la mamá, mientras el bebé lloraba. El llanto, la voz aguda del chico, el ruido de motor: el piso comenzó a moverse. Los movimientos del suelo no les permitieron correr más aunque lo intentaban, no podían acelerar. Era tal la fuerza de la trepidación que ellos parecían ir saltando, y el pavimento hacia olas. Se detuvieron en la esquina de la secundaria esperando que el oleaje terminara. Una barda rodeaba la escuela.
La mamá intentó recargarse en la barda pues un intenso mareo la atrapaba, la trepidación no le permitió llegar. La barda se fracturó. Un trozo de tabique cayó y golpeó la cabeza de la mamá. Antes de caer al suelo dio un grito agudo y profundo. El bebé voló y se colgó en los brazos del muchacho de secundaria, se quedó con los brazos extendidos observando a su hermano. Los tabiques eran una cascada furiosa derrumbándose sobre el cuerpo de la mujer. El muchacho escuchaba gritos por todos lados, luego estaba en un vacío; sus ojos se clavaron en el muro que enterró el cuerpo, apretó al bebé contra su pecho. Las piernas largas y blancas se asomaban de entre los escombros y un zapato coloreado de rojo dormía al lado del pie izquierdo del cuerpo.
El muchacho movió algunos trozos de barda, el cráneo estaba deshecho, ya no había respiración. Se arrodilló junto a su mamá con el bebé apretado a su cuerpo, gritaba con toda la fuerza que le salía de la garganta “que alguien lo ayudara”. Diez minutos después: el suéter se pintó de negro. No volvió a caminar por el mismo lugar.