Morir para vivir

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Toda mi vida había pensado que lo muerto era precisamente eso, aquello que ya no tenía vida, lo que había perdido su chispa. Creía que la muerte era esa temible oposición a la vida; el frío que reemplazaba al calor y que oscurecía lo alguna vez iluminado.

   Yo era de las que pensaban que la vida era nuestro estado natural hasta que el ciclo terminaba y debíamos morir, otra cosa natural. Nunca se me había ocurrido ver las cosas al revés, jamás había considerado que tal vez la quietud de la muerte era nuestra condición de origen y la vida era un tiempo prestado, como un pequeño privilegio o un regalo.

   Hasta hace poco, y espero no muy tarde, entendí que el valor de todo lo que apreciamos no está en esa cosa ni en lo que nos da, tampoco en lo que significa ni en lo que representa, el valor se lo da su opuesto. La importancia que le otorgamos a todo aquello que estimamos no radica en sí mismo sino en lo que pasaría si no lo tuviéramos.

   Claro, la vida es bella porque la disfrutamos, por las personas que conocemos, por los cielos aborregados y el sol de la mañana, por los amigos y la familia, por el amor. Pero sabemos que todo eso es maravilloso y aprendimos a valorarlo, no porque sea muy bello por sí solo, sino porque la ausencia de todo eso es demasiado insoportable.

   El Día de Muertos me orilla a aventurarme y decir que mis antepasados mexicanos ya se habían dado cuenta de esto, tanto así que surgió esta festividad, en parte para recordar a quienes ya no se encuentran físicamente con nosotros, pero sobre todo para recordarnos a nosotros que seguimos con vida y que hagamos precisamente eso, vivir.

   En pocas y otras palabras, quizá el verdadero sentido de la vida no es disfrutarla ni el de la muerte finalizar nuestra estadía en este mundo. Tal vez el objetivo de fallecer, en realidad, es existir de otra manera y en otro lugar, pero la Catrina es tan buena onda que antes nos da una probadita de lo que después ya no podremos tener.

   Es una de esas cosas parecidas al Yin-Yang, a Batman y el Guasón, a la noche y el día, en las que la existencia de un polo provoca la presencia de su opuesto y además depende de ella.

 

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