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Etiqueta: Relato corto

  • Lo que tú me hacías sentir – Relato

    Lo que tú me hacías sentir – Relato

    Definitivamente te extraño, no puedo evitar extrañar tus ojos, tus labios y tus manos recorriendo mi cuerpo. Odio pensar en las miradas traviesas que nos conectaban cuando te encontraba en los pasillos, en la forma en la que ambos buscábamos rozar la mano del otro por «accidente».


    Quizá todos sabían que nos deseábamos, pero la cobardía de acercarnos nos hizo perder muchos momentos y alargar esos coqueteos que yo creía que no notabas. No niego que me encantó ser parte de ellos y haber tenido que armarme de valor en esa fiesta para acorralarte y robarte un beso, lento, como todo entre nosotros.


    Sé que nunca planteaste que fuésemos nada, pero atesore cada segundo a tu lado, cada mirada y esa forma en la que nuestros cuerpos se fusionaban al abrazarnos. Fue el primer error, suponer que sentías lo mismo que yo. El segundo fue pensar que mis brazos eran tu refugio y nuestros besos la promesa de algo eterno.


    Pero para mí era tan claro que temblabas entre mis brazos mientras hacíamos eso que tú llamabas sexo y yo denominaba amor. Tu entrega apasionada me confundió, me perdí en tus uñas arañándome la espalda y la manía que tenías por mordisquear mi labio inferior al besarnos.


    No sé, tal vez debí preguntar, dejar de soñar con eso que yo veía acabar en altar, una casa en el campo e hijos; eso que tú sólo planeabas hasta encontrar un reemplazo perfecto. Ese con el que te vi tan entregada la noche que entré a tu apartamento sin cita. 
    No lo tomes a mal, sé que no fue tu culpa, tú no fuiste la que «arruinó» todo con ese «te amo» que se escapó de mis labios esa noche mientras acariciaba tu cabello. 


    Hoy sé que hiciste bien en alejarte y no dejarme seguir con la historia que formaba en mi cabeza. Gracias por dejarme, por asesinar sin piedad lo que yo sentía por ti y liberarme de lo que nunca pudo ser. Sé que un día, sin darme cuenta, sin saber siquiera porque , alguien pronunciará tu nombre y yo no tendré ganas de salir corriendo a buscarte, así sin más te dejaré de extrañar.

  • Al final de todo – (Relato)

    Al final de todo – (Relato)

    Y así te deje de extrañar. Poco a poco y sin motivo deje de soñar con tus ojos y con el movimiento casi hipnotico de tus manos sobre mi cuerpo. Deje de añorar tu respiración en mi cuello y deje de ver tus ojos al cerrar los mios, no sé si mi mente se puso de acuerdo con mi corazón para borrar tu imagen pero funciono.

    Funcionó por la simple razón de que tú ya no tienes lugar en mi vida, porque tu sonrisa resultaba tóxica y de nada me servía conservarte cuando en el fondo tú nunca hiciste nada que fuera digno de recordar. Porque simplemente con tus palabras comprendí que todos esos detalles no eran más que una actuación barata, parte de un montaje que sólo por momentos sentí como algo real.

    Al final valoró más la mancha de vino tinto sobre la alfombra porque al menos es auténtica, visible y hace mas palpable el «para siempre « que prometiste con tus besos, esos besos falsos y divididos. ¿Quién iba a decir que «siempre» duraba menos que un suspiro? «Siempre» duro algunos años, «siempre» fueron unos segundos en la cama, el único lugar donde nos sentía unidos.

    Quiero decirte que ya no puedo recordar como era tu risa, ya no cierro los ojos para escuchar tu voz. Ahora sé que yo también mentía, «siempre» no guarde nada, «siempre» si fuimos algo desechable. Como ese cuaderno lleno de boletos de cine, como las cartas y las estrellas de colores que recibiste. Tan desechable como tus promesas y tu manera de mentir con destreza, y ¿sabes? Siempre prefiero el café y el cigarro a tus besos, pues a fin de cuentas dejar mis vicios por ti no valía la pena.

    Y sí, me rindo en este intento de lo que fuimos tú y yo, de mi necesidad por escucharte por las noches, de ser la única tonta que tenía esperanzas en nuestro amor, de ser la que daba todo. Me rindo y regreso a mi vida de siempre, como si no te hubiera conocido pues al final me resta decir que el día que el amor se comparé con un café pues me lo tomaré enserio.

  • Era amor – (Relato)

    Era amor – (Relato)

    Lo acepto, sé que antes de conocerte era una persona fría. Sé que las tardes de café a tu lado cambiaron mi vida de a poco, a pesar de que ambos sabemos que tú prefieres el té. Siendo honestos, sentir tus manos entre las mías fue una de las tantas cosas que derribaron mis muros, tu sonrisa me hacía sentir viva y tus ojos eran luceros que iluminaban mi vida.

    Entiendo que fallé y lo admito, me cuesta creer lo fácil que te deje ir esa tarde en medio de la lluvia, vi tus pasos alejarse por la calle en la que deje que mi corazón se rompiera sin hacer nada por detenerte. Fuimos todo eso que siempre había soñado, eso que sigo anhelando, eres esa carta que he rescrito un millón de veces. Sigues siendo ese remitente secreto, la fotografía bajo mi cama y la caja sellada llena de recuerdos.

    Siento incomodarte al no poner punto final a nuestros momentos, yo no olvido a tu ritmo ni soy tan fuerte como creía. Sé que no debo culparte, pero eres el único que hace latir mi corazón rápido y lento al mismo tiempo, ese que detiene mi aliento con un beso, ese que sigo necesitando como si del mismo aire se tratase.

    Éramos eso que pasa cuando dos continentes chocan ese movimiento téctonico, pues tu cuerpo en contacto con el mío movían universos, creaban nuevas montañas, ríos y bosques. Simplemente creábamos un mundo nuevo, un mundo nuestro que al menos por unas horas era sumamente real.

    Puede que efectivamente sea una tonta por amarte sin medida y no obligarme a olvidarte, pero así es el amor, totalmente irracional. Pues somos eso que nunca volverá a repetirse, eso que pasa una sola vez mientras estamos vivos porque encontrar el amor es mucho más difícil que el tocar las estrellas con la yema de los dedos, raro e inalcanzable.

    Y no, aunque no lo creas no me pesa tener fe en lo que ocurre entre nosotros, porque sigo prendida de eso que paso cuando nos conocimos, de ese roce de manos, de la forma sutil que tuviste al robarme un beso y la maestría para entrar en mi corazón. Porque somos eso que paso esa tarde que me pediste sentarte a mi lado e invitarme un café, ese lugar que sigo guardando por si un día decides volver. Al final, lo único que te voy a pedir es que nunca actues como si nunca hubiera luchado por ti.

  • Deja de mentir – Relato

    Deja de mentir – Relato

    Mientras veía tu cara pensaba, deja de mentir, realmente no vale la pena escucharte si cada palabra que sale de tu boca me despedaza el alma porque sé que nada es real. No podía y no quería seguir viéndote a los ojos cuando sabía que todo lo que pretendías era montar un acto y al final reírte de mí, por creer que me habías engañado, que me había tragado todo cuando ya no quedaba nada.

    Cada palabra pronunciada era simplemente otra de tus mentiras y yo ya estaba cansada de jugar a que me la creía, como una vez creí que me amabas y que en realidad sólo pensabas en mí cuando en el fondo quizás siempre estuviste pretendiendo. Fue esa noche en la que lo supe, desde esa noche en que te seguí sin que tú te dieras cuenta. Vi tu auto aparcado frente a esa casa que hoy sé que es de ella, te seguí de cerca, con cada paso el corazón me latía cada vez más fuerte y finalmente al asomarme por unos segundos dejó de latir.

    Lo vi todo, te vi con ella, la mirabas con esos ojos y esa sonrisa, la misma que me dedicabas cada que nos veíamos y acariciaste su cabello detrás de su oreja igual que me hacías a mí antes de dormir y se quebró, todo se quebró dentro de mí. Y sin embargo aquí estás, parado frente a mí tomando mi mano, viéndome a los ojos jurándome amor, sería una tonta si te creyera y te juro que una parte de mí muere por decirte que sí lo hace.

    Es tal vez la misma parte que al ver la sortija de compromiso en tu mano quiere caer de rodillas llorando y decir que acepto, esa parte que quiere seguir ciega y creer que tu propuesta de matrimonio es algo real, pero no, debo dejar a engañarme a mí misma. ¿De qué te sirve mentir? ¿Para qué me quieres a tu lado? Nada cambiaría entre nosotros, yo seguiría siendo la tonta que espera tu llamada cada noche y tú seguirías siendo el que corre a su casa para darle lo mismo que me das a mí.

    Seguiríamos fingiendo, seguiríamos pretendiendo. Tú seguirías diciendo que me amas y soy la única para ti, yo seguiría fingiendo que no sé de ella y que tu amor me pertenece a mí y yo ya no estoy dispuesta a seguir en este juego. Por favor guarda el anillo y vete, ya no puedo seguir tragándome todas tus palabras porque sé que ella te espera, porque sé que en cuanto te vayas conducirás tu auto hasta ese departamento, la besarás y la llevarás a la cama rodeándole la cintura con tus brazos y la harás tuya con esa pasión que conozco de sobra.

    Dile lo mismo que me has dicho a mí, saca del bolsillo de tu saco la pequeña caja negra, muéstrale la sortija, hazla sentir única y quizás en este segundo intento ella te diga que sí.

  • Las últimas palabras.

    Las últimas palabras.

    «Las últimas palabras de alguien suelen carecer de sentido, tanto como las primeras.»
    – Game of Thrones.

    La primer palabra de Gisela, como la de la mayoría de bebés, fue «mamá», y había sido seguida de un montón de balbuceos sin sentidos. Guaguá, tete, bubú; perro, leche, juguete. Tato, carro.

    Gisela y sus grandes ojos verdes habían vivido apenas treinta años, habían reído hasta llorar y llorado hasta dormir. Habían amado, sufrido y visto más cosas que la mayoría de la gente en toda su vida. Y es que Gisela y sus grandes ojos verdes, veían más allá del presente. Podían ver el pasado y podían ver el futuro de cualquier persona, de cualquier cosa.

    Habían visto el accidente de auto que mató a su madre, cuando sólo tenía 14 meses de edad. Lo vio cuando su mamá la miró a los ojos, mientras la arrullaba, horas antes de salir de casa a visitar a una amiga, mientras dejaba a Gisela al cuidado de su padre. Mamá, dijo Gisela esa tarde, y su madre lloró de alegría mientras buscaba el teléfono para contarle a su esposo que la bebé había hablado.

    Gisela había vivido treinta años con el temor de todo lo que ella y sus ojos podían ver, de todo lo que podía saber de alguien con sólo mirarle a los ojos.

    Había conocido a un chico, Eduardo. Cuando cruzaron miradas en el metro, Gisela pudo ver en los ojos de Eduardo un anillo y su propia sonrisa al recibirlo. Se sonrojó sin darse cuenta de que Eduardo seguía mirándola. Cuando ella apartó la mirada, él se acercó, convencido de que había encontrado a alguien especial. Estuvieron juntos dos años, hasta que un día, el día que Gisela había visto en los ojos de Eduardo, llegó. Cuando Eduardo se arrodilló ante ella para entregarle un hermoso anillo que acompañaba la pregunta más importante de su vida, y ella lo miró a los ojos, convencida de decir que sí, vio en el futuro de Eduardo el más grande dolor que había imaginado.

    Él yacía en el suelo, con un arma en su mano y un agujero en la sien. Yacía frente a una tumba que rezaba «Gisela N. Amada hija. Amada, siempre.»

    Cayó en sus rodillas ante la impresión, y lloró hasta que sus ojos se secaron, ante la mirada confundida de Eduardo, que sostenía el anillo en la mano que no sostenía a Gisela. Cuando se calmó, Gisela se puso de pie y se disculpó, corriendo hacia una avenida cercana para tomar el primer taxi que pasó, sin hacer caso a los gritos de Eduardo a su espalda.

    «Sólo quiero ir a casa», suspiró. Le dio indicaciones al conductor y cerró los ojos. Al abrirlos, notó que no estaba cerca de su apartamento, pero sí de la casa donde había crecido. Con confusión, miró al conductor, que le sonreía en el espejo retrovisor.

    Al ver el reflejo de sus ojos, Gisela sintió un escalofrío en la espalda. En el futuro que veía, su madre sostenía su mano, mientras ambas flotaban en un campo verde. Se sentaban bajo un árbol y esperaban, hasta que Eduardo llegaba y le besaba. Cuando Gisela apartó la vista del espejo y el reflejo en él, miró hacia adelante en el camino. El final de la carretera era seguido por el mismo precipicio en que su madre había muerto.

    Los árboles se veían borrosos, las casas no existían más que como manchas blancas. El auto voló unos metros, mientras Gisela miraba de nuevo al conductor y se dio cuenta de que no era quien había visto antes. «Mamá», fue su última palabra antes de cerrar los ojos.

    Despedida temporal:

    Queridos lectores: He decidido ausentarme un par de meses de NeoStuff, para dedicarle tiempo a algunos proyectos personales y profesionales que tengo en mente. Ésta ausencia terminará, eso espero, para el comienzo de diciembre.
    Por lo pronto, les pido que lean mis demás textos aquí, y a mi regreso, les agradeceré haberlo hecho y les compensaré con más cuentos y otras cosas.
    Hasta pronto.

  • Otoño.

    Otoño.

    El otoño llegó.

    Los árboles dejan caer sus hojas, que arrastran al compás del viento y crujen bajo los pies de los niños jugando. Sus madres los llaman y abrigan, pues no hace el mismo viento cálido del verano. La lluvia deja charcos, baches y zapatos mojados. Las tardes son un desfile de paraguas por las calles más transitadas.

    Yo observo desde la ventana a los niños patear el balón, correr tras él y regresar sin muchas ganas a casa cuando es hora de la cena. Y lo extraño.

    Me gustaba salir con mi hermana pequeña, ella tenía sólo tres años, pero amaba el crujir de las hojas y las calles mojadas. Yo tenía nueve, y la tomaba de la mano mientras ella reía y me decía palabras a medias que no entendía. Nos sentábamos en la banqueta frente a la casa, con una taza de chocolate – caliente el mío, tibio el de ella – con pequeños malvaviscos y veíamos las bicicletas pasar.

    La pequeña Clara me miraba y sonreía, mientras la ayudaba a abotonar su abrigo. Las noches empezaban a ser más frías, y por la madrugada, la sentía caminar desde su cama a la mía y acurrucarse junto a mí, espalda con espalda, mientras yo me recorría para que ella cupiese bien en la cama. Cuando la rama del árbol afuera de la casa golpeaba contra la ventana, ella corría hacia mí y me abrazaba. «Lala, fío. Lala, no guta abol.»

    Era una noche en octubre cuando todo pasó. Afuera llovía, y Clara había ido a abrazarme porque los truenos la asustaban. Nos habíamos dormido abrazadas y yo sentía muchas ganas de ir al baño. Intenté no moverla para poder ir sin que se despertara, y lo logré.

    Mientras estaba en el baño, escuché ruidos en el piso de abajo. Alguien estaba en la cocina, así que pensé que sería buena idea ir por un vaso con agua. Me detuve a media escalera, cuando los ruidos cesaron. No había ninguna luz encendida, así que me asusté. «¡Mamá? ¿Papá?» Llamé, pero nadie respondió.

    Decidí regresar a la cama, pensando que quizá sólo era la lluvia, y me estaba asustando por nada. A mitad de la escalera, sentí una mano aferrarse a mí. Intenté gritar, pero otra mano cubrió mi boca y mi nariz. Pataleé y golpeé, pero nada funcionaba. Empecé a sentirme mareada. De pronto, vi al final de la escalera a Clara, sosteniendo una pantufla en la mano. Gritó.

    Yo cerré los ojos y no supe qué más pasó.

    Desperté en mi cama, sola. Llovía afuera. Miré hacia el otro lado del cuarto, pero no había nada. En el buró junto a mi cama había una foto, alumbrada con una pequeña lámpara en forma de vela. Éramos nosotros. Mis papás, Clara y yo.

    Ellos dejaron la casa hace muchos años. Recuerdos dolorosos. Yo me quedé aquí, mirando por la ventana mientras los niños juegan en la lluvia.

    Una pequeña se queda parada en la banqueta y mira directamente hacia mí. Me saluda e invita a bajar. No puedo bajar, no quiero bajar. ¿Y si de nuevo está ahí ese ladrón que con tal de no ser descubierto, me mató?

  • El grito.

    El grito.

    Al compás de los vivas que vitoreaba la multitud, la hoja afilada de aquel cuchillo entraba y cortaba y desgarraba las entrañas de Manuel.

    El día había empezado como cualquier otro, salvo por ese ambiente festivo que rodeaba a la fecha: 15 de septiembre. Mientras todos se ocupaban de las compras de lo que necesitarían para el pozole, las gorditas, quesadillas, mole y demás, él caminaba rumbo al trabajo. Trabajaría medio día en aquella imprenta que odiaba pero soportaba porque lo mantenía.

    A sus veintiocho años, sin familia en la ciudad y demasiado rencoroso como para ir a pasar las fiestas con su familia en Morelos, el trabajo se había vuelto lo único tolerable de su vida. Después de cinco horas de aburrición total en un negocio al que nadie entraría, no en ese día, cerró el local y caminó por las calles del centro, ante la manada de gente que se aglutinaba con esperanzas de poder tener un lugar decente en la plancha del Zócalo capitalino. Manuel caminó media cuadra más antes de dar la vuelta en seco, como atraído por el anonimato que le acompañaría en compañía desconocida entre los miles de seres que se amontonaban frente a Palacio Nacional.

    Nunca faltaban los vendedores de aguas de sabor, de capas de plástico para la lluvia que siempre se hacía presente ese día del año, los fuegos artificiales ensordecían a ratos los cantos de la gente que pasaba de Pedro Infante a Vicente Fernández y después cantaba El Son de la Negra como si la vida les fuera en ello.

    Antes de dar las ocho de la noche, el lugar estaba abarrotado. Era imposible que un alma entrara ahí, y si lo hacía, corría el riesgo de morir asfixiada o al menos, aplastada. La multitud era enorme. Se mecían, hablaban, gritaban, al punto en que en la cabeza de Manuel sólo había un zumbido. Sintió la sangre acumularse en sus orejas y su cabeza empezar a palpitar.

    Faltaban veinte minutos para las nueve cuando Manuel decidió salir de ahí. Usó todas sus fuerzas y amabilidad para lograr salir de aquella mole humana, sin embargo, a pocos metros de la salida, cayó desmayado a causa del calor, la humedad y una alteración en su presión arterial. Alguien gritó, llamando a los paramédicos. Sintió que lo levantaban como si fuera en costal de papas, y no supo nada hasta dos horas después.

    Abrió los ojos pero no se encontraba en una ambulancia, ni siquiera en la carpa de auxilio médico que había visto a un lado de la Catedral Metropolitana. Estaba oscuro alrededor y no podía moverse. No tan lejos escuchaba la emoción de la gente que empezaba a gritar más que cantar todas esas melodías características de las fiestas patrias. Huapangos, sones y serenatas se mezclaban en el aire. Vio la luz entrar por un pequeño recuadro en una pared cercana. La luz cambiaba de colores, a veces rojos, a veces verdes, a veces amarillos.

    Mientras los fuegos artificiales seguían resonando y hacían estremecer el suelo, una sombra se acercó a Manuel justo cuando la multitud guardaba un silencio sepulcral.

    La voz reconocida gracias a la televisión, hacía que las palabras del discurso de un aniversario más del inicio de la guerra de independencia mexicana tuviera un rostro. Que Manuel imaginara los ademanes de aquel personaje encopetado que seguramente traía uno de sus usuales trajes oscuros y una corbata roja acompañando la banda presidencial.

    La sombra se acercó más a Manuel mientras él no sabía a qué poner atención. De pronto, una voz sonó fuerte y clara frente a él. «¿No te llena de orgullo y alegría ser mexicano? ¿No te hubiera encantado matar gachupines junto a Morelos y después celebrar el triunfo con unos tequilas? ¿No desearías estar ahorita comiéndote un plato de pozole con unas tostadas con harta crema? A mí sí, me emociona mucho ésta fecha. Es la única vez en el año que me siento orgulloso de ser mexicano.»

    Y cuando sonaban las primeras campanadas y el monigote vestido de presidente gritaba desde un balcón ¡Viva el cura Hidalgo!, Manuel sintió como una fría hoja de metal entraba en su pierna y le causaba más dolor del que jamás había sentido. Demasiado cerca de la ingle como para aguantar el grito, ahogado por el ¡VIVA! de la multitud en la plaza.

    A cada grito de júbilo por aquellos héroes, Manuel recibía una puñalada en diferentes partes. Cuando los gritos llegaron a ¡Vivan los héroes que nos dieron patria!, Manuel apenas respiraba. Soltó su último suspiro cuando empezaron a retocar las campanas de la catedral.

    La sombra limpió el cuchillo en el pantalón de Manuel, caminó hasta la puerta y salió a la calle como si nada, con gritos de alegría y emoción que se mezclaban entre sí. Era mexicano, era el cumpleaños de México y era su día al año en que podía hacer lo que quería. Caminó hasta el Eje Central y siguió hasta encontrar un lugar donde hubiera pozole. Comió dos platos con muchas tostadas, eructó y bebió tequila, brindando con todos los comensales del pequeño restaurant. Había sido una noche gloriosa, casi tanto como aquella en que el cura Hidalgo había llamado a todos esos pobres indígenas a luchar por un concepto que no conocían y, a la fecha, siguen sin comprender: independencia.

  • La nada.

    La nada.

    «Si de veras quieres matarte, hazlo. Las dos sabemos que te irás al infierno de todas maneras.»

    Esas fueron las palabras de la madre de Elena antes de cerrar la puerta del cuarto de golpe. Elena sabía que eran por enojo, por desesperación y frustración. Pero no hacía que dolieran menos. Además, Elena sabía que eso no era cierto.

    Elena se miró los brazos, las piernas. Con la luz, esas cicatrices se veían blancas, como si alguien hubiera dibujado palabras incomprensibles en su piel. Palabras de auxilio.

    Después de un frasco de pastillas y aquella noche en el hospital, Elena sabía lo que todos los demás no: qué había después. Cuando abrió los ojos, por un momento se estremeció de emoción, pensando que al fin estaba aquella luz que todos le habían prometido. Pero no había sido así. Sólo era la lámpara sobre su cama de hospital. Recordó tanto como pudo del tiempo que no estuvo, pero lo único que recordaba era oscuridad. Silencio. Vacío. La nada.

    San Pedro no la había recibido a las puertas del cielo, ni Satanás la esperaba ansioso para que fuese castigada en el infierno. No había tal cosa como la luz al final del túnel, ni el paraíso, ni el purgatorio. Ni siquiera un Tártaro al cual ir para pasar la eternidad. No había absolutamente nada. Y eso la asustaba. Esa era la razón por la que cuidaba que esas heridas sangrantes no llegaran hasta el fondo. Esa era la razón por la cual, aunque no deseaba estar en este mundo, se aferraba a él con las últimas fuerzas que le quedaban. Para no estar sola, para no perderse en ese infinito de vacío.

    Las palabras de su madre resonaban en su mente. ¿Y si al final se acostumbraba a eso? Quizá la nada no era tan mala. No había dolor, no había enojo, ni sufrimiento ni sentimiento de estorbo o inutilidad, porque no habría nada. Pero tampoco habría hotcakes por la mañana, ni días lluviosos para saltar en los charcos, ni cachorros que te lamen la cara cuando estás triste. ¿Qué valía más la pena?

    Se acostó bajo la cama, que era su escondite usual, y puso una almohada sobre su cabeza. Quería dejar de ver, oír y sentir. Pero no quería hacerlo. La confusión en su mente, en su alma, era demasiado grande. Miró hacia arriba y vio debajo del colchón un viejo cuaderno. Había sido su diario hacía muchos años, tantos que ya ni recordaba que estaba ahí. Intentó recordar lo que en él había escrito. El primer amor, la primera vez que le rompieron el corazón. Todo parecía muy lejano. Los primeros tulipanes, la primer pelea; el primer beso, la primer mentira. Todo se agitó en su mente a la vez, causando que sus oídos zumbaran al mismo tiempo que todo se ponía oscuro. No era la oscuridad o el silencio lo que la aterraba. Era el frío, la soledad, el vacío.

    Abrió los ojos de golpe y salió de debajo de la cama. Todo valía la pena: el dolor, el hastío, el aburrimiento, la desesperación. Todo, con tal de no volver a la nada. No importaba lo que su madre dijera, no había tal cosa como cielo o infierno, sólo un gran vacío de cosas y emociones, y no quería regresar ahí, nunca.

    [divider ]Día Mundial para la Prevención del Suicidio[/divider]

    Hoy, 10 de septiembre, se celebra el Día Mundial para la Prevención del Suicidio. Según la ONU, más de 3 mil personas comenten suicidio diariamente y al menos 20 lo intentan por cada una que lo logra. Se calcula que en México hay anualmente 14 mil intentos de suicidio, sin contar los que se consuman.

    La depresión es la causa más frecuente de los suicidios en todo el mundo y, según la OMS, la mayoría de los suicidas dan indicios de sus intenciones tiempo antes de cometer el suicidio, por lo que las amenazas e intentos deben ser tomados en serio, más que ser motivo de ira y/o burla.

    Si conoces a alguien que crees esté en riesgo de cometer suicidio, habla con las personas más cercanas a él o ella, para que obtenga la ayuda que pueda necesitar. Además, en ésta página puedes encontrar consejos si tú o alguien cercano a ti tiene pensamientos suicidas: http://www.suicidologia.org.mx/podemos.html

  • Muñeca.

    Llevaba tres días con pesadillas. Nunca imaginé la causa de todas ellas.

    Un chico normal como yo, de dieciocho años, sin nada extraordinario. Las pesadillas se iban haciendo más fuertes, más reales, más horribles. En ellas, me encontraba en mi cuarto, vacío y en una oscuridad casi completa, sólo un rayo de luna entraba por la ventana. Yo estaba sentado en una de las esquinas, donde debería estar mi cama, y todo estaba en profundo silencio por un momento, hasta que escuchaba como algo empezaba a moverse en la esquina opuesta, donde debería estar el librero, junto a la puerta que une el cuarto de mi hermana con el mío.

    Entonces, en menos de medio segundo, una pequeña sombra atravesaba el rayo de luna y en un instante, unas pequeñas manos frías estaban alrededor de mi cuello. Intentaba saber quién me atacaba, pero lo único que mi pobre y míope vista distinguía, eran unos pequeños y brillantes ojos grises.

    Despertaba bañado en sudor, sintiendo cómo las sábanas se pegaban a mi cara, a mis brazos. Intentaba mantenerme despierto para no volver a ese sueño, pero en menos de tres minutos estaba dormido otra vez. Cuando eso pasaba, en mi sueño no había nada más que oscuridad. Oscuridad y una melodía que parecía sacada de una caja musical hasta que sonaba la alarma, diciéndome que tenía que ir a la escuela.

    Durante el día, el sueño me perseguía. Era como leves visiones de la noche anterior. No lograba descifrar porqué tenía esas pesadillas, pero quería que pararan. Empezaba a sentirme enfermo. A la semana de soñar lo mismo cada noche, noté cómo los círculos alrededor de mis ojos se iban oscureciendo, hasta mi madre me preguntó si estaba enfermo.

    La séptima noche, mientras el sueño me atormentaba nuevamente, un ruido logró despertarme. Quizá era la falta de sueño que agudizaba mis sentidos de alguna manera. Un suave rechinido me hizo saltar en la cama, pero la oscuridad no me permitió ver nada al principio. Estiré mi mano hasta la mesa de noche, en busca de mi teléfono, para ver la hora y alumbrar un poco la oscuridad de mi cuarto. Cuando al fin lo encontré y encendí, el reloj marcaba las 2:43 de la madrugada. Alumbré a mi alrededor, en busca del origen de aquel rechinido, pero no pude ver nada. Sólo la puerta que daba al cuarto de mi hermana entreabierta. Asumí que se había movido y, al no estar bien cerrada la puerta, eso me había despertado. Escuché sus leves ronquidos e intenté volver a dormir, convencido de que no habría más pesadillas esa noche y así fue.

    A la mañana siguiente me costó mucho trabajo levantarme. Las horas que no había podido descansar me estaban pasando factura, y no tenía ganas de hacer nada que no fuera dormir. Sin soñar. Sólo dormir. Me volví a cubrir la cabeza con las sábanas pero no pude cerrar los ojos, así que sin más remedio me fui a la escuela. Estando ahí y sin prestar mucha atención al profesor de cálculo, fue cuando recordé cuándo empezaron esos sueños que no me dejaban descansar.

    La noche después del cumpleaños quince de mi hermana. Después de la fiesta el sábado, en que amigos y familiares le habían llevado regalos. Hubo pastel y baile y fiesta, aunque yo no bailé ni enfiesté con los demás, no es mi estilo. Estuve pensando en eso todo el día, pero no parecía una razón lógica para las pesadillas.

    Por la noche, antes de dormir, mi hermana me pidió ayuda para cambiar de lugar el escritorio en su cuarto, después de hacerlo y al dar la vuelta para ir a mi cuarto e intentar dormir, la vi.

    Con un vestido color marfil, sombrero a juego y sosteniendo un abanico en su pequeña mano de porcelana. Sus ojos grises completamente abiertos, acompañando una sonrisa que parecía angelical. Me reí para mí mismo, cerré la puerta con seguro y fui a la cama. Convencido de que ahora que sabía el origen de esos sueños, no me aquejarían.

    Me quedé dormido casi al instante. Ningún sueño extraño, ni rastro de cuarto oscuro y vacío. Un par de ronquidos me hicieron girar dos o tres veces por la noche, pero nada más. Sonó la alarma. Me desperté y vi la hora, no recordaba haber cambiado la alarma a una hora antes de lo normal, así que la apagué e intenté volver a dormir.

    De pronto, la realización de haber visto algo fuera de lo común mientras tuve los ojos abiertos, me hizo levantar en seco. La puerta que conectaba mi cuarto y el de mi hermana estaba entreabierta y, a mitad del cuarto, mirándome fijamente, tirada la muñeca. Con los ojos grises abiertos y la sonrisa que parecía angelical. El abanico, cerrado, daba la impresión de ser otra cosa, algo diferente. Con filo.

  • Vino tinto.

    Vino tinto.

    Mi padre tenía un viñedo, allá en Baja California. Era pequeño, no tan ostentoso pero recuerdo la felicidad que le brindaba a esos ojos gris oscuro rodeados de arrugas con el tiempo.

    Recuerdo que siempre me decía: El vino es la sangre de las uvas, y la sangre es sagrada. Es la vida que Dios te regala.

    Claro, yo era demasiado pequeño como para en serio entender esas palabras pero igual, siempre las recuerdo.

    Mi padre murió cuando yo tenía doce años. Aunque, más bien, fue asesinado. Por el amante de mamá, Isidro, del viñedo vecino. A la muerte de mi padre, que todos dijeron había sido un accidente, mi madre se casó con Isidro y viven en el viñedo que fuera de mi padre. A mí me mandaron al Distrito Federal, encerrado en una escuela militar hasta hace unos días, que cumplí dieciocho años.

    Llevo más de cinco años esperando volver al viñedo. A donde mi padre me llevaba a pasear y me describía, con todas las palabras que podía, su amor por las uvas y el vino. Decidí volver a recuperarlo. Me enteré que Isidro y mi madre quieren venderlo, pero ahora que soy mayor de edad, el viñedo es mío como lo fue antes de papá y mi abuelo.

    Camino a casa, veo el paisaje. El viaje en autobús es largo y aburrido, pero no puedo darme el lujo de viajar en avión. El dinero que me llegaba a enviar mi madre, se iba en pagarle a los bravucones de la escuela para que me dejaran en paz. Pasé cinco años intentando sobrevivir, intentando no odiar a mi madre, esperando a regresar. Quería matar a Isidro, pero la culpa no fue toda suya y lo sé. Mientras más al norte va el autobús, más siento como me hierve la sangre. Trago saliva y tiene un sabor metálico, fuerte. Es sangre, mi sangre.

    Llegué al viejo viñedo casi al anochecer. Estaba descuidado, las uvas se veían secas, maltratadas, como solían estar siempre las de Isidro. A él no le importaba la calidad de sus uvas, pues sólo hacía vino barato. Abrí la puerta de la casa, todo estaba a media luz, aparentemente nadie me esperaba. Los muebles, los cuadros, todo estaba como cuando me fui, sólo más viejo, descuidado, empolvado.

    Voy hacia la cocina, parece no haber nadie en casa. Subo las escaleras hasta la que fuera mi antigua habitación. Está llena de cajas en las que encuentro cosas que alguna vez fueron de mi padre y mías. Nuestras. Recorro el pasillo hasta el baño, me lavo la cara y desperezo un poco antes de ir al que fuera el despacho de papá.

    Todos sus libros estaban en cajas, nuestras fotos, también. Donde alguna vez estuvo un retrato de mi abuelo, justo detrás del gran escritorio de roble de papá, ahora estaba una cabeza disecada de venado. Sus ojos vidriosos y vacíos, me recordaron los de mi padre mientras yacía tendido en el piso de la cocina, muerto y con los ojos abiertos. Llevé con cuidado las cajas a mi cuarto, ahí estarían mejor, pues no estaba seguro de qué pasaría después.

    Mientras bajaba las escaleras, de regreso a la cocina, escuché a alguien intentando abrir la puerta. Me adelanté a ver y era mi madre, intentando soportar el peso de Isidro que venía ahogado de borracho. La ayudé a entrar a la casa, mientras veía sus ojos de asombro, rodeados de arrugas, cansados. La dejé que acomodara a su esposo en el sillón mientras yo seguía mi camino hacia la cocina. Ella me alcanzó y me preguntó qué hacía ahí. «Esta es mi casa.»

    Me miró con extrañeza mientras yo bebía agua, se notaba exhausta y muy delgada. Su cabello lleno de canas. No parecían haber pasado sólo seis años. Se abrazó a mí con demasiada fuerza, pero ese abrazo me hizo sentir sucio y con ganas de vomitar. La aparté de mí y fui a la cava. Esperaba que alguno de los vinos de mi padre siguiera ahí, pero estaba vacía, me asomé a la caja secreta y tampoco había nada en ella. Cuando regresé a la cocina, Isidro estaba de pie frente a mi madre, gritándole cosas que por la borrachera no se entendían. Volteó a verme e intentó abalanzarse sobre mí, pero estaba tan borracho que tropezó justo frente a mí y se golpeó la cabeza en una esquina de la cocina.

    Se quedó ahí tirado, inmóvil, con los ojos abiertos y sangre brotando se su cabeza. Mi madre gritó. Más que cuando vio a mi padre morir, casi de la misma forma. Le tapé la boca con la mano para que dejara de gritar. Ella pronto dejó de hacerlo.

    Fui a la cava y saqué dos de las barricas que mi padre guardó ahí para sus vinos más finos. Eran de roble francés, que le daba un toque avainillado al vino, seguramente el pobre infeliz de Isidro vendió las botellas de vino más caras de mi padre, sin siquiera saber qué tenía en sus manos. Lo tomé por las piernas y lo arrastré cerca de las barricas. Mi madre estaba inconsciente, al otro lado de la cocina.

    Con ayuda de los cuchillos que encontré en la cocina, con calma y cuidado corté una a una las extremidades del borracho. Mientras separaba la cabeza del cuerpo, miré a mi madre, tirada en el suelo, con la cabeza de lado y dejando asomar moretones en el cuello. Corté con más fuerza. Mi padre quizá no había sido el mejor esposo, pero sí el mejor padre. No entiendo como mi madre se fue a enredar con alguien que valía menos que nada. Intentaba no odiarla por ser en parte responsable por la muerte de mi padre, pero, al ver las marcas en sus brazos y piernas también, supe que había tenido castigo suficiente por sus propios actos.

    Cuando el cuerpo estuvo en trozos lo suficientemente pequeños para entrar en las dos barricas – necesitaba dos, pues el tipo era demasiado gordo, – lo metí con cuidado y las sellé. Las llevé rodando hasta una de las bodegas y las enterré en el suelo de tierra. No me preocupaba que lo buscaran. Nadie sospecharía de la desaparición de un borracho, y de hecho, estaba seguro que más de uno agradecería no volver a saber de él. Salí y miré el viñedo. ¿Qué le habían hecho al viñedo? Tomé unas latas de gasolina del cobertizo donde guardaban las camionetas, recorrí de cabo a rabo el viñedo, con lágrimas en los ojos, rociándolo todo.

    Regresé al cobertizo y encendí un cerillo. Lo lancé al viñedo, aún llorando, sabiendo que necesitaba quemarlo todo para volver a empezar. Mientras todo se quemaba, mi madre apareció en la puerta de la casa, llorando, corrió a mi lado y puso su mano sobre mi hombro. La vi llorar por primera vez en mucho tiempo.

    Cuando el fuego se extinguió, entramos a la casa, mi madre me pidió que le ayudara a mover uno de los libreros de mi padre y, debajo de unas cuantas tablas de madera del piso, sacó una botella que yo recordaba, una que mi padre había traído de Francia, al mismo tiempo que aquellas barricas de roble. Mi madre me sonrió y me la entregó.

    Empezó a amanecer y me asomé por la ventana de mi cuarto. La cerca que separaba nuestro viñedo del de Isidro no estaba. Ahora teníamos un viñedo más grande, uno que renacería el siguiente año, y que seguiría con el legado de mi padre. Sonreí mientras tomaba otra copa de aquel vino. Tinto, perfumado, suave y avainillado.

  • Silencio.

    Silencio.

    Me asomé por la ventana que daba hacia la calle, todo estaba silencioso. No había absolutamente nadie. El ambiente se sentía pesado y era extraño no ver a nadie a esa hora de la tarde, aunque acabara de llover.

    Llevaba dos días en cama después de terminar con Alejandra, no quería ni despertar. Seis años tirados a la basura. Seis años desperdiciados porque ella no pudo mantener las bragas puestas con su profesor de literatura. En esa misma cama en donde una noche antes habíamos estado juntos ella y yo.

    Pero a éstas alturas de la vida, quiero pretender que no me importa. Que estoy mejor sin ella.

    Bajé las escaleras desde mi departamento, en el sexto piso, en busca de algo de comer, dos días habían sido suficientes y ahora mi estómago me pedía una hamburguesa, o tacos, o una hamburguesa y tacos. Mientras bajaba, no escuché ningún ruido. Ni siquiera el televisor de algún vecino. Ni el maullar de un gato. Nada. Asumí que todos estaban fuera, que no había nadie. Lo cual en sí, sería bastante extraño.

    Caminé hasta la calle y no había ningún auto pasando. No se escuchaba a la casual paloma ni ruido a los lejos. De pronto, la brisa se hizo un poco más fuerte, pero nada, ni un sonido. Ni papeles volando, ni el adorno de la entrada de la casa de los chinos que vivían cruzando la calle.

    Caminé hacia la avenida, quizá algo había pasado y ahí podría encontrar a alguien que me explicara qué estaba pasando. Vi pasar a una rata, corriendo con terror y esconderse en una alcantarilla. Pero nada, ni sus patas hacían ruido y, al desaparecer en la alcantarilla, parecía como si sus ojos se salieran de sus órbitas.

    Caminé más aprisa hasta llegar a la avenida, algo definitivamente no estaba bien.

    Al llegar, silencio. Nada. Autos parados y una densa niebla no me dejaba ver más allá de un metro de mi nariz. Trastabillé entre los autos hasta llegar a la otra acera. Me asomé a la ventana del restaurante a unos pasos de mí. Nada. Decidí entrar.

    Mientras recorría las mesas con alimentos, algunos aún tibios, sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

    Miré hacia afuera y vi una silueta en la ventana. Se parecía mucho a Alejandra. Corrí hacia la entrada, aliviado de no ser el único ser en éste lugar, pero cuando llegué afuera, no había nadie.

    Volteé hacia un callejón detrás del cual desaparecían unas botas cafés y corrí hacia él. Alguien, más bien, algo, arrastraba a aquella chica hacia una de las alcantarillas.

    Un extraño ser grisáceo y de ojos rasgados me miró y puso un dedo frente a sus labios cuando yo estaba a punto de gritar.

    «Hacen mucho ruido», escuché en mi mente antes de que todo se pusiera oscuro.