Otoño.

El otoño llegó.

Los árboles dejan caer sus hojas, que arrastran al compás del viento y crujen bajo los pies de los niños jugando. Sus madres los llaman y abrigan, pues no hace el mismo viento cálido del verano. La lluvia deja charcos, baches y zapatos mojados. Las tardes son un desfile de paraguas por las calles más transitadas.

Yo observo desde la ventana a los niños patear el balón, correr tras él y regresar sin muchas ganas a casa cuando es hora de la cena. Y lo extraño.

Me gustaba salir con mi hermana pequeña, ella tenía sólo tres años, pero amaba el crujir de las hojas y las calles mojadas. Yo tenía nueve, y la tomaba de la mano mientras ella reía y me decía palabras a medias que no entendía. Nos sentábamos en la banqueta frente a la casa, con una taza de chocolate – caliente el mío, tibio el de ella – con pequeños malvaviscos y veíamos las bicicletas pasar.

La pequeña Clara me miraba y sonreía, mientras la ayudaba a abotonar su abrigo. Las noches empezaban a ser más frías, y por la madrugada, la sentía caminar desde su cama a la mía y acurrucarse junto a mí, espalda con espalda, mientras yo me recorría para que ella cupiese bien en la cama. Cuando la rama del árbol afuera de la casa golpeaba contra la ventana, ella corría hacia mí y me abrazaba. «Lala, fío. Lala, no guta abol.»

Era una noche en octubre cuando todo pasó. Afuera llovía, y Clara había ido a abrazarme porque los truenos la asustaban. Nos habíamos dormido abrazadas y yo sentía muchas ganas de ir al baño. Intenté no moverla para poder ir sin que se despertara, y lo logré.

Mientras estaba en el baño, escuché ruidos en el piso de abajo. Alguien estaba en la cocina, así que pensé que sería buena idea ir por un vaso con agua. Me detuve a media escalera, cuando los ruidos cesaron. No había ninguna luz encendida, así que me asusté. «¡Mamá? ¿Papá?» Llamé, pero nadie respondió.

Decidí regresar a la cama, pensando que quizá sólo era la lluvia, y me estaba asustando por nada. A mitad de la escalera, sentí una mano aferrarse a mí. Intenté gritar, pero otra mano cubrió mi boca y mi nariz. Pataleé y golpeé, pero nada funcionaba. Empecé a sentirme mareada. De pronto, vi al final de la escalera a Clara, sosteniendo una pantufla en la mano. Gritó.

Yo cerré los ojos y no supe qué más pasó.

Desperté en mi cama, sola. Llovía afuera. Miré hacia el otro lado del cuarto, pero no había nada. En el buró junto a mi cama había una foto, alumbrada con una pequeña lámpara en forma de vela. Éramos nosotros. Mis papás, Clara y yo.

Ellos dejaron la casa hace muchos años. Recuerdos dolorosos. Yo me quedé aquí, mirando por la ventana mientras los niños juegan en la lluvia.

Una pequeña se queda parada en la banqueta y mira directamente hacia mí. Me saluda e invita a bajar. No puedo bajar, no quiero bajar. ¿Y si de nuevo está ahí ese ladrón que con tal de no ser descubierto, me mató?