Siempre lloro en las bodas.

En los últimos años he tenido la oportunidad de asistir a al menos dos bodas de amigos muy queridos, y no puedo evitar soltar la lagrimita cuando los escucho decir «acepto» y besarse como sello final de esa unión.

No sé si estoy o no en desacuerdo con la institución del matrimonio tradicional, pues creo que, como todo, ha evolucionado hasta lo que conocemos hoy en día. También creo que el matrimonio es un gran paso para quien decide tomarlo y que, sin importar el sexo de las personas que lo contraen, deben tener el derecho a hacerlo porque, al fin y al cabo, ellos son quienes vivirán juntos y los demás no tienen porqué meter su cuchara.

Lo cierto es que yo odié la idea del matrimonio desde pequeña, pues la gente alrededor de mí parecía demostrarme constantemente que el «amor para siempre» no existe. Nunca fue parte de mis planes y no veía la posibilidad de que algo así pasara conmigo. Cuando entré a la adolescencia y me di cuenta de la hipocresía que había en parejas casadas cercanas a mí, la idea me asqueó un poco más. No podía comprender como dos personas que juraban amarse, respetarse y cuidarse por el resto de su vida, podían comportarse de la manera en que lo veía: infidelidades, violencia, abusos, engaños, y un sinfín de otras cosas igual de repugnantes.

Y entonces admiré el valor de los que aceptaban y cumplían con ese compromiso, de los que luchaban día a día por seguir juntos y que su amor, en vez de marchitarse, creciera. Aunque eran muy pocos.

Todo eso cambió el día que me lo propusieron a mí. Y es que una cosa es verlo en una película y decir «awww», y otra muy distinta que a alguien le tiemble la voz mientras te pide que lo acompañes por el resto de sus vidas. Y es emocionante y aterrador al mismo tiempo. Te imaginas dentro de cinco, diez, cincuenta años, y te das cuenta de que en esas visiones, la otra persona siempre está. En las buenas y en las malas, en las risas y llantos, en los triunfos y tropiezos. Y te das cuenta también de que, aunque podrías hacer todas esas cosas sin esa persona, la presencia de ella haría que fueran mil veces mejor. Que las sonrisas se multiplicarían y en los malos tiempos, sabrías que hay alguien a tu lado que te apoya y te reconforta. Y es cuando te das cuenta de la importancia del matrimonio.

Algo muy menospreciado por la mayoría, porque creen que está pasado de moda, pero la realidad es que el matrimonio ha cambiado al igual que los tiempos, y aunque sigue siendo una decisión importante y que no debe tomarse a la ligera, no es para todos. Porque así como hay miles de millones de personas en el mundo, hay miles de millones de formas de amar y de pensar.

Sólo puedo enorgullecerme de saber que mis amigos son felices hasta ahora y desearles que lo sigan siendo, y soñar con que ellos me deseen lo mismo cuando a mí me llegue el día.

Ojalá ellos también lloren cuando nos escuchen decir «sí acepto».

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