Con una barriga prominente y un gran amor hacia lo que hace usaba sus conocimientos de micología y hacía los mejores panes de todo el pueblo. Esponjosos como sus mejillas, cálidos como los abrazos que le daba a aquella anciana que compraba 88 bolillos al fin de cada mes.
Pepe no solo era panadero, también era microbiólogo y bromatólogo. Siempre luchando contra el estigma que traía consigo la gastronomía molecular, Pepe supo introducir productos del futuro en un simple pueblo ganadero; claro que esta misión le costó algunas canas y le hizo varios enemigos. Los sacerdotes de la Capilla San Vicente lo tachaban de reptiliano, simplemente no era posible que un pan se pudiera esponjar tanto, debía ser obra del mismo Satanás. Pero Pepe no le daba importancia a las críticas, él seguía con su sonrisa en alto luciendo aquellos dientes chuecos con esmalte decolorado. Siempre alegre, siempre creando y siempre cocinando.
Un día Pepe ordenó un paquete de levaduras importadas de Taipéi que tenían una leyenda bastante extraña. “RESIDUO PELIGROSO GASTRONÓMICO INFECCIOSO” ¿Por qué una cajita inofensiva de seres fermentadores diría tal cosa? En fin. Pepe empezó a crear su focaccia italiana en aquel tubo de ensayo que era su más fiel amigo (aparte de su horno de leña) Y al agregar la levadura para poder fermentarlo Pepe fue cubierto por una masa pegajosa, pesada, sutilmente aterciopelada; y que emitía un peculiar olor a cerveza (Como siempre excesivamente esponjosa).
Y así es como Pepe López, aquel panadero regordete con un corazón de oro se convirtió en el zombi de masa que dio lugar a la pan-demia gastronómica más letal que arrasó con todo el mundo. Un panadero a la vez.
Texto de Moisés González Mata (17 años, estudiante de bachillerato) resultado del Taller de Narrativa de Centro Alaken.