Eramos tú, yo y esa fiesta, desde que te conocí supe que tu tenías algo y ese algo me estaba volviendo loca. Poco a poco nos alejamos de la gente y comenzamos a hablar, de nada, de todo, de lo que nos depara la vida, de si creer o no en el destino. Éramos unos niños jugando a saber del futuro, intentaste besarme y te lo impedí. No eras mi tipo.
Te dije que no creía que en esta vida podríamos funcionar y tú sonreíste por mi ocurrencia. Me miraste como me miran las personas que no entienden cómo el destino puede escribirse en las estrellas. Seguimos charlando entre botellas y música cada vez más lenta. No sé en que momento me tomaste de la cintura para bailar una pieza lenta. Los ánimos dentro de la fiesta se empezaron a encender y sólo quedaban unas cuantas parejas.
Empecé a notar tus ojos claros y la manera en que tus mejillas se encendían cuando las rozaba con mi mano, aparté un mechón de tu frente y me di cuenta de la cicatriz al lado de tu ojo izquierdo, imaginé la historia y me perdí en tu sonrisa, en verdad eras atractivo. Recargué mi cabeza en tu hombro y te apreté contra mí, ya no quise que me soltaras.
Amanecía, la música había parado desde hacía horas, adentro los invitados que aún quedaban ya dormían y tú seguías con tu cuerpo pegado al mío, recostados en el pasto. No me percaté cuando cubriste nuestros cuerpos con tu chamarra, te sentaste y tomaste mi mano para ayudarme a hacer lo mismo.
– ¿Sabes? Sigo creyendo que tú y yo podríamos hacer buena pareja… en otra vida.
Me volteé para encontrarme con tus ojos; quizá fuera el vino que habíamos bebido o la forma en que abrazada a tu cuerpo contemplaba como tu cabello brillaba y compartíamos la visión de aquél amanecer, pero algo en mi interior me animó.
– Creo que deberíamos intentarlo en ésta, ibas a responder justo cuando sin pensar en nada más callé tu boca con un beso. Algo había iniciado.