El corazón desea y no hay nada que se pueda hacer al respecto. Alicia lo sabía desde que puso sus ojos en ese chico tímido y callado que se sentaba en el rincón durante toda la clase de inglés y apenas levantaba la vista. Su cabello largo caía sobre sus ojos y pasaba los cuarenta minutos garabateando en su libreta, de vez en cuando sacaba un chicle de su mochila y mascaba en silencio, ensimismado.
Emilio parecía ajeno a todo lo que pasaba a su alrededor, incluso a la insistente mirada de Alicia que parecía querer penetrar su cráneo y llegar hasta su cerebro. Solamente una vez había logrado establecer contacto visual con él y eso había bastado para desear su corazón más que ninguna otra cosa en el mundo.
Se decidió, una tarde a la salida del colegio lo esperó y lo siguió hasta su casa, antes de que girara la llave tocó su hombro y él se volteó. Sus miradas se encontraron y el corazón de Alicia dio un saltó. «¿Puedo ayudarte?», preguntó. Sin pensarlo Alicia se lanzó a sus brazos y besó sus labios, sentía sus latidos acelerarse como si quisieran traspasar su pecho.
Cuando por fin se separó él la miraba confundido, «me gustas mucho», fue lo único que salió de la boca de Alicia después de eso. Emilio giró rápidamente la llave de su casa y entró corriendo sin decir nada. Fue ese el momento en el que se escuchó como si alguien hubiera quebrado un cristal de una pedrada, Alicia cayó de rodillas en la acera y las lágrimas comenzaron a asomar de sus ojos.
Todo lo que había soñado e imaginado, las charlas nocturnas, los abrazos, los largos paseos por el parque tomados de la mano, todo se había desvanecido. Tomó su mochila y caminó en silencio, el vacío que sentía en el pecho le provocaba dolor, y todos saben que nada duele más que un corazón roto.
El corazón sera el mismo hasta la muerte