Desde muy pequeña, mi abuela siempre me contaba acerca del Día de Muertos. Me enseñó a poner altares y a tenerle cariño a esa vieja tradición. Siempre me recordaba que ella había conocido al abuelo en un concurso de altares y ella se había enamorado cuando en su primera cita, la llevó a comer pan de muerto y a beber chocolate caliente.
Mi abuela me decía que el abuelo era dueño de la panadería que ahora llevamos nosotros; famosa por ese popular pan que tanto espera la gente en noviembre. También me llevaba a largos paseos por florerías a comprar flores de cempaxúchitl, a licorerías y dulcerías por provisiones; en verdad admiraba el esmero que le poníamos a cada detalle de esos coloridos altares.
Año con año, salían de sus cajas los objetos personales de cada uno de mis parientes y se les daba su espacio en el altar junto a sus fotografías. Mientras los colocábamos, escuchaba por no sé qué vez la historia del rifle de mi tataratío, la muñeca de mi prima o los collares de mi bisabuela. Me contaba de todos, que si uno de mis tíos gustaba del mole de olla o a una de mis tías le gustaban los buñuelos y mientras le poníamos los dulces a mis primos pequeños que se habían ido antes de tiempo. Todo un mundo de olores y velas que adornaban la casa en espera de las visitas.
Siempre me pregunté si en verdad las almas de mis parientes bajaban a disfrutar el festejo o sólo serían ideas de mi abuela para no extrañar tanto. Había veces que esperaba sin dormir a ver a mi abuelo tomarse su tequila o a mi prima Esther venir y “juegar” de nuevo con su muñeca Pipa. Cada año el cansancio me vencía y me quedaba dormida, cubierta por mi manta al pie del altar.
Hoy no tengo ninguna duda, mientras espero llegar y ver lo que ha preparado mi abuela este año, me pregunto si no se habrá olvidado de ponerme el atole de cajeta, ése que tanto me gustaba y preparábamos juntas todos los sábados por la noche. Ya lo huelo, no lo ha olvidado, no lo ha hecho, no lo haría.