«No me siento bien, creo que deberíamos darnos un tiempo», murmuró con poca decisión. Al día siguiente nos besábamos sin preocupación ni limitantes. Sabía que las mujeres eran difíciles de comprender, pero que después de unir nuestros labios me reafirmara su deseo de separación terminó por desquiciarme.
No se trataba ni de mi primer amor ni de una relación con aniversarios incluídos; en realidad me bastaron sólo tres meses para entregarle parte de mi alma. Ella se encargó de sacudir mis miedos y eliminar mis fantasmas; me encaminó de nuevo a la ruta romántica.
No podía entender cómo después de invitarme a caminar la vida a su lado, sólo decidiera separarse de mí. Traté de analizar la situación, de encontrar respuestas, pero cada vez me surgían más preguntas.
Supongo es lo interesante del amor, que a veces se está tocando el cielo y otras tantas ardiendo en las calderas del infierno. Para mí ese inframundo se traducía en tenerla cerca, pero a la vez distante. Me costó un trabajo abismal asimilar que se me iba de las manos, que segundo a segundo se alejaba y no podía hacer algo para retenerla.
Ella era peculiar hasta en el nombre, lógicamente también lo sería en esencia. De pronto me dejé llevar por la emoción de un corazón enamorado y no logré llevar las riendas de mi vida amorosa en pro de la felicidad compartida; le di tanto de mí que se agotaron los recursos. Dejé de emocionarle.
El brillo en su mirada se fue apagando, pero me di cuenta demasiado tarde. Dicen que caballo que alcanza gana, y la costumbre terminó por rebasarnos. Aún con eso, cada que la miraba sonreír, mi mundo recobraba el color; al menos por un par de días.
Debía resolver la situación lo antes posible; el gozo se convirtió en martirio y nuestro amor en polvo. Es demasiado tarde para pedir perdón, pero aún muy temprano para darte las gracias. A final de cuentas, estar contigo fue un placer y una gran experiencia, porque aunque suene trillado, tú, Itzels, eres única.