La Frontera

 

Lento, abro los ojos. Intento reconocer el lugar, siento los labios resecos, partidos y con algunas grietas que duelen al querer moverlos, baja la resequedad a mi garganta. El reloj sigue su curso y yo me detengo en sus manecillas; ahora el cielo es azul índigo, profundamente obscuro con luces plateadas que dan chispas de luminosidad. La luna llena, me mira y encandila mis pupilas. Han pasado alrededor de dos o tres horas desde el último parpadeo que mis ojos dieron.

la frontera

Después de caminar un día entero, mis piernas empiezan a fallar, poco a poco un calambre se apodera de ellas, cada paso es más difícil y la resequedad en la garganta no me permite respirar pausadamente, es complicado caminar al ritmo que lleva el grupo. Decido parar un momento para ver si el espasmo disminuye, pero veo como poco a poco se empiezan a alejar las 27 personas que viajan en la misma dirección y con la misma idea que yo. No pierdo detalle de la vereda por la que se van moviendo. Luego el sueño me sorprende y quedo rendido sobre unos matorrales verdes, echo una mirada alrededor y me envuelve el verde más sólido que haya visto en cualquier matorral.

Unos ojos encendidos del tamaño de una lentejuela vivaquean en los matorrales, observan mi respiración y escuchan el movimiento de mi corazón, tiene tantas pulsaciones que creo va a estallar. Estoy al amparo de las estrellas, de esos ojos rojos que vuelan con tanta rapidez que no alcanzo a ver quiénes son los que me acompañan en este largo camino y del sonido estremecedor de los cascabeles de las víboras que habitan estas montañas. El azul índigo comienza a mezclarse con el blanco.

Cuando llegué a Agua Prieta, hace días atrás; me dijeron que sólo caminaríamos un par de horas y cruzábamos la frontera, llegaríamos a Arizona. Luego fue pasando el tiempo al caminar y el trayecto verdoso fue más largo que un par de horas.

Busco un palo largo y fuerte, sólo él y yo estamos frente a este puñado de maleza, víboras y bichos que rondan. Me encuentro perdido en estas montañas, pienso, mientras comienzo a mover las piernas con toda la agilidad posible y mientras voy dando golpes con el palo a los pequeños arbustos que hay a mi paso.

En la cima elevo la vista, el verde se extiende más allá de donde alcanza la realidad. Sigo el camino, con paso armonioso para no acelerar mi ritmo cardiaco, bebo sorbos pequeños de agua pero mis labios siguen con las grietas sangrando. Un solo pensamiento me asalta en cada paso, mis padres y hermanos, y las grietas se abren por cada centímetro de mí, es probable que no los vea otra vez y ellos no sepan donde descanse mi cuerpo después de luchar por sobrevivir. Entonces como lanza, esa idea me da la fuerza necesaria para seguir caminando y encontrar un lugar para estar a salvo. El azul de lo alto ahora es claro y se mezcla con el amarillo de los rayos que envuelven esta cordillera. Mis ojos están dilatados por los tres colores primarios que destacan en todo este andar.

Tengo escasas gotas de agua en mi recipiente, el calor hace que mi cuerpo sude y pida más líquido, bajo un poco el ritmo de mis pasos.  Un sonido apenas perceptible llega a mis oídos, parece un pequeño caudal que está a unos cuantos metros de distancia. Intento no cambiar el número de pasos por minuto para que el cansancio no habite otra vez en mis músculos.

Un río moviendo sus cristalinas aguas aparece frente a mí. Azul, verde, transparente, mis pupilas se dilatan y siento una sensación de alegría moverse por cada parte del cuerpo. Paro por unos instantes a la orilla, respiro profundo y tomo un chorro de agua con mis manos para refrescar mi cara. Siento las gotas resbalar por cada musculo facial y el entrecejo se libera. Lleno mi garrafa y prosigo con mis pasos.

Matorrales, matorrales, matorrales durante tanto tiempo, que casi pierdo la fe. Oculto detrás del verde florido veo un pequeño letrero con el nombre de Arivaca. Mis entrañas y mi cuerpo se sienten abatidos después de leer este nombre propio. Solté un par de gotas de alivio. Levanto mis ojos negros, el camino para andar y lo verdoso siguen extendiendo su territorio.

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Empiezo a temblar de emoción, a lo lejos veo la migra que va en la misma dirección en donde me detengo para descansar, sólo un rato. La camioneta se para enfrente de mí,  titubea, parpadea las luces, el motor enciende y en un fuerte arrancón sigue su camino y pasa a mi lado con mucha velocidad. Caigo de rodillas, guardo silencio y el chillido de los bichos y los cascabeles se oye tan profundo en mi mente que en el llanto se desbordan todas mis sensaciones: derrota, soledad, abandono, muerte.

El azul índigo regresa al cielo y sigo dando pasos. Otra vez las manecillas avanzan y no tengo noción del verdadero tiempo que transcurre.

Mis labios partidos y ensangrentados sonríen al ver los colores sintéticos de unas pequeñas casas formadas en hileras y un gran letrero en lo alto: Welcome to Arivaca. El ritmo de mi corazón comienza a detenerse por el cansancio. En la puerta azul me recibe una hermosa mujer, tiene una gran sonrisa con grandes dientes blancos, muy blancos, tanto que alumbran mis pupilas, la piel marrón y los ojos negros. Me da la mano, me permite descansar el corazón y mi torrente sanguíneo, en su sillón rojo.

Abro los ojos, el ventilador de techo me cobija y escucho el ruido de las aspas mientras giran. Dejo la cama con un salto, tomo mi mochila y salgo del hotel. No acudo a la cita con el pollero y regreso a mi lugar de origen.

Alejandra Olson

Alejandra Olson
Alejandra Olson
Espíritu congestionado por las letras, que busca encontrarlas en el camino del hacer literario y de éste encuentro aparezcan historias de empatía con los ojos participantes del espectador. Se dice incipiente escritora, pues cada día se descubre, redescubre, encuentra, pierde hilos dentro de éste oficio. Oficio que necesita dedicación, amor y empeño. Ella es así, tan natural como la vida se lo permita y aguerrida.

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